Sentada en la butaca del teatro, esperaba el comienzo de la función. Mientras tanto, ojeaba el programa de mano y su lectura, inevitablemente, me llevó al recuerdo de una historia:

Todo comenzó tras una representación teatral, en un Teatro de Buenos Aires. Aquella noche, fue la primera.

Tras finalizar la función, esperó en la puerta principal de salida del teatro. El vestíbulo estaba revestido de mármol de Verona, y al fondo era visible la escalinata de mármol de Carrara, cuyas barandas terminaban con dos cabezas de león talladas a mano. Los tonos rojos y dorados presidían la estancia, rememorando aquellos tiempos de finales del siglo XIX, principios del XX, en los que el Teatro vivía su época esplendorosa. Los vitrales, de color rosado, reflejaban una bella estampa de decoracion de estilo renacentista.

La entrada, donde ella esperaba, permanecía prácticamente igual que hacía cien años, salvo las actualizaciones propias de los nuevos adelantos tecnológicos, como era el caso de las lámparas gigantescas, formadas por cientos de cristales en forma de lágrima que brillaban por la iluminación de bombillas de bajo consumo, que respetaban su inmensa belleza.

Su voluntad era felicitar y saludar a los miembros de la Compañía por tan magnífica representación, pero lo cierto es que esperaba a uno de ellos, en especial a uno de los actores más jóvenes del elenco.

Cuando llegó el momento del encuentro, se produjo el saludo de cortesía, las frases de admiración y gratitud que se cruzan en estas situaciones.
 

Sigo tu trayectoria desde hace tiempo, he visto tus obras, las que has hecho aquí, en la ciudad y también cuando has actuado en Rosario, viajo mucho a esa ciudad para ver Teatro- le comentaba ella con entusiasmo.


-Es una alegría saber que la gente viaja por ese motivo. Muchas gracias, de verdad. Estas cosas son las que dan sentido a nuestro trabajo
.


-No, gracias a vosotros, porque el teatro nos emociona, nos hace reír, llorar…


¡Qué maravilla!. Gracias por venir -le dijo él con gratitud y a modo de despedida.

Fue así como terminó su primer diálogo.

Siempre fue consciente de la dificultad de llegar a conocer a la persona, cuyo trabajo admiraba profundamente y de la que se sentía atraída físicamente. Sabía que era casi imposible que llegaran a ser amigos, impensable ser algo más. Pertenecían a profesiones distintas, distancias y mundos diferentes que impedían el conocimiento más allá de conversaciones como las que acababa de tener.

Pasaron varios meses hasta que la admiradora pudo organizar una escapada, de fin de semana, a la ciudad de Rosario. Había leído que la Compañía en la que él trabajaba, había estrenado una obra teatral nueva y harían temporada en el Teatro Principal de la localidad. No lo dudó y hasta allí fue, necesitaba otro encuentro, por fugaz que fuera.

La situación que se producía era la misma, disfrutar de la obra, esperar a la salida, saludos cordiales, felicitaciones, frases de agradecimiento… cinco minutos tan sólo y nueva despedida, hasta la siguiente función, hasta el próximo encuentro, cuya fecha desconocía. Podían transcurrir meses, incluso un año. Era lo más parecido a una relación tóxica, enquistada, aunque ni siquiera la palabra relación tenía cabida.

Estos encuentros se fueron produciendo durante varios años. Ella vivía inmersa en un bucle temporal. Un bucle que no duraba más allá de cinco minutos. Y así transcurrieron seis años.

El actor regresó a Buenos Aires, ciudad donde lo vio actuar por primera vez. La imagen, tantas veces repetida, iba a producirse de nuevo.

– ¡Hola! ¡Enhorabuena!

-¡Qué alegría volverte a ver! Sabía que no fallarías, fue aquí donde me saludaste la primera vez, ¿Verdad?

-Sí, ¿lo recuerdas?

-Claro, me lo dijiste tú. No olvides que parte del trabajo de un actor es memorizar el texto. Tengo buena memoria.

-¡Ah, claro!  Perdona. Es que estoy un poco nerviosa.

Pues eso hay que solucionarlo. Hay una cafetería aquí cerca, ¿te apetece tomar un café?.

-Pero… no quiero entretenerte ni molestarte.

-No me molestas. Una admiradora que viaja allá donde me llevan mis obras, bien merece un café, no podemos estar hablando aquí, de pie, pasando este frío invernal -le contestaba mientras se frotaba las manos heladas.

-¡Gracias!

No me las des, que aún no te has tomado el café -le respondió mientras sonreía.

Ambos se dirigieron a un local cercano al Teatro, donde la Compañía acudía cada tarde, antes de representar la función. La emoción que sentía era indescriptible. Traspasaron la puerta giratoria del local y se adentraron en el mismo…

“Señoras y señores, bienvenidos al Teatro Principal de Buenos Aires, la obra está a punto de comenzar, ocupen sus butacas y desconectan sus móviles…”

La voz en off me devolvió a la realidad. Me dispuse a apagar mi teléfono móvil y dirigí mi mirada hacia el escenario. A los dos minutos, subió el telón, el protagonista salió a escena y yo no pude evitar sonreír.

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